"En compañía de actores" de Pablo Torches
Un tipo apestado en un matrimonio. El mismo tipo apestado en una discotheque. El mismo tipo apestado y confundido en la casa de un antiguo amigo de colegio. A lo largo de todo este libro, escuchamos cómo va rumiando su ira ante éstas y otras circunstancias igualmente odiosas. El resultado es una serie de monólogos interiores que, aunque pueden ser considerados independientemente, están cohesionados por la actitud de este protagonista constantemente irritado, que, aunque nos parezca odioso, pronto nos convence de que el mundo es insoportable.
Uno de los méritos de estas ficciones es que demuestran que sí es posible hacer buena literatura a partir de las vidas de los adultos jóvenes (esa raza diseñada específicamente para escuchar un determinado tipo de programas radiales). ¿Cuál es, sin embargo, la gran diferencia respecto de todos aquellos libros en que se acumulan meros inventarios de carretes nocturnos o reflexiones metafísicas de happy hours? Aquí no existe compasión y autojustificación, y no se pierde tiempo explorando en las carencias afectivas o problemas escolares que explicarían simplificadamente el presente. Tampoco aparece ese moralismo que curiosamente sobreviene a esos héroes de la autodestrucción que hacia el final sólo desean recuperar el favor –y quizás la mesada– de sus padres o jefes. Los horrores de la vida se exponen de manera implacable, y no para ser solucionados, claro está, sino para profundizar en su terrible incomprensibilidad: estas reflexiones (exceptuando alguna que otra más bien bonachona o grandilocuente) sólo tienen como fin redundar en la decepción. Intentar entender parece un asunto de mal gusto: “Comprender cualquier cosa, por cualquier medio, una monstruosidad”.
Las armas de Pablo Torche no responden, entonces, al interés por satisfacer un nicho generacional, sino que tienen motivaciones propiamente literarias: el intento por desarrollar una mirada cuyo valor resida, más que en su originalidad, en la fuerza y constancia con que está sustentada. Aunque el narrador rápidamente reconoce que no conseguirá más que el quiebre de sus objetos de análisis (no en vano se define como “un destripador de momentos”), es evidente que a su juicio los actos de todos no conocen más que esa misma dirección: “A lo largo de nuestra existencia, destruimos. Lo que se acerca lo destruimos. El universo es un escenario de destrucción”. A partir de estas premisas, todo intento de hacer el bien es falso y criticable: “Ayudar a la gente es totalitario”. Por lo mismo repudia con fuerza el espejismo que constituyen las reglas sociales (que él también se ve obligado a cumplir), resumidas en el limpio optimismo de los actores, quienes junto a estudiantes becados en el extranjero, críticos de arte, ingenieros y azafatas se llevan el peso de las críticas en estas páginas.
Si nos fijamos en el modo en que estos parlamentos van siendo dictados, reconoceremos igualmente una voz que jamás decae. De manera muy precisa se recoge e hiperboliza el ritmo atropellado de las reflexiones que nos asaltan en las situaciones cotidianas absurdas, con lo que ciertos elementos que en otro contexto podrían considerarse defectuosos (como las muletillas o reiteraciones), son fundamentales para mantener ese ritmo. Podríamos tomar cualquier párrafo como ejemplo: “Entonces nos ponemos de pie y abandonamos La Espera, pienso yo. Pienso: Por fin abandonamos La Espera. Por fin abandonamos La Espera, por fin, pienso poniéndome de pie y abandonando La Espera, por fin, ya no más, adiós La Espera, incluso decimos adiós al dueño de La Espera y salimos a la calle, nos desplazamos como un tornillo rodado, avanzando, pero sin penetrar nada, he ahí nuestro recorrido, nada”. Esta voz también es autorreflexiva: las propias palabras son cuestionadas cuando se trata de revolver la rabia. El narrador ocupa muchas veces un vocabulario rebuscado (como si intentara buscar en el diccionario los sinónimos más pertinentes), destaca e ironiza los términos marcados con cursiva, o discurre acerca de las diferencias entre idiomas: “yo podía ver su underwear, no sé por qué pensé esa palabra en inglés en ese momento, pensé underwear en vez de ropa interior”. Todo ello forma parte del intento por no limitarse a repetir lugares comunes, por saturar su voz hasta distinguirla de las demás.
Es aquí donde creo que reside una de las claves de esta obra. La construcción de una mirada y de una voz obedecen a la conciencia de una distancia irremediable con respecto a los otros, una distancia que tímidamente intenta salvarse con fingimientos (“Trato de aparentar que lo paso bien, me digo, pero la verdad es que no lo paso bien nunca”), pero que la mayoría de las veces se reivindica: “Quiero estar solo. A la gente, después de todo, la detesto”. El protagonista acumula y acumula quejas hasta convertirse en un turista de sus propios actos, pues la escisión también es interior: lo que piensa, lo que dice y lo que hace son actividades separadas y, cuando coinciden, sólo pueden desembocar en el exabrupto. Comprendemos, en definitiva, que el lenguaje y el raciocinio no sirven para explicar el mundo, sino que confirman su tensión, sólo expresan que la vida es un conflicto definitivo: “Claro, me dicen sin comprender”.
Un buen libro, espero leerlo algún día.... Saludos!
[Listening: Lacrimosa - Sacrifice]
Uno de los méritos de estas ficciones es que demuestran que sí es posible hacer buena literatura a partir de las vidas de los adultos jóvenes (esa raza diseñada específicamente para escuchar un determinado tipo de programas radiales). ¿Cuál es, sin embargo, la gran diferencia respecto de todos aquellos libros en que se acumulan meros inventarios de carretes nocturnos o reflexiones metafísicas de happy hours? Aquí no existe compasión y autojustificación, y no se pierde tiempo explorando en las carencias afectivas o problemas escolares que explicarían simplificadamente el presente. Tampoco aparece ese moralismo que curiosamente sobreviene a esos héroes de la autodestrucción que hacia el final sólo desean recuperar el favor –y quizás la mesada– de sus padres o jefes. Los horrores de la vida se exponen de manera implacable, y no para ser solucionados, claro está, sino para profundizar en su terrible incomprensibilidad: estas reflexiones (exceptuando alguna que otra más bien bonachona o grandilocuente) sólo tienen como fin redundar en la decepción. Intentar entender parece un asunto de mal gusto: “Comprender cualquier cosa, por cualquier medio, una monstruosidad”.
Las armas de Pablo Torche no responden, entonces, al interés por satisfacer un nicho generacional, sino que tienen motivaciones propiamente literarias: el intento por desarrollar una mirada cuyo valor resida, más que en su originalidad, en la fuerza y constancia con que está sustentada. Aunque el narrador rápidamente reconoce que no conseguirá más que el quiebre de sus objetos de análisis (no en vano se define como “un destripador de momentos”), es evidente que a su juicio los actos de todos no conocen más que esa misma dirección: “A lo largo de nuestra existencia, destruimos. Lo que se acerca lo destruimos. El universo es un escenario de destrucción”. A partir de estas premisas, todo intento de hacer el bien es falso y criticable: “Ayudar a la gente es totalitario”. Por lo mismo repudia con fuerza el espejismo que constituyen las reglas sociales (que él también se ve obligado a cumplir), resumidas en el limpio optimismo de los actores, quienes junto a estudiantes becados en el extranjero, críticos de arte, ingenieros y azafatas se llevan el peso de las críticas en estas páginas.
Si nos fijamos en el modo en que estos parlamentos van siendo dictados, reconoceremos igualmente una voz que jamás decae. De manera muy precisa se recoge e hiperboliza el ritmo atropellado de las reflexiones que nos asaltan en las situaciones cotidianas absurdas, con lo que ciertos elementos que en otro contexto podrían considerarse defectuosos (como las muletillas o reiteraciones), son fundamentales para mantener ese ritmo. Podríamos tomar cualquier párrafo como ejemplo: “Entonces nos ponemos de pie y abandonamos La Espera, pienso yo. Pienso: Por fin abandonamos La Espera. Por fin abandonamos La Espera, por fin, pienso poniéndome de pie y abandonando La Espera, por fin, ya no más, adiós La Espera, incluso decimos adiós al dueño de La Espera y salimos a la calle, nos desplazamos como un tornillo rodado, avanzando, pero sin penetrar nada, he ahí nuestro recorrido, nada”. Esta voz también es autorreflexiva: las propias palabras son cuestionadas cuando se trata de revolver la rabia. El narrador ocupa muchas veces un vocabulario rebuscado (como si intentara buscar en el diccionario los sinónimos más pertinentes), destaca e ironiza los términos marcados con cursiva, o discurre acerca de las diferencias entre idiomas: “yo podía ver su underwear, no sé por qué pensé esa palabra en inglés en ese momento, pensé underwear en vez de ropa interior”. Todo ello forma parte del intento por no limitarse a repetir lugares comunes, por saturar su voz hasta distinguirla de las demás.
Es aquí donde creo que reside una de las claves de esta obra. La construcción de una mirada y de una voz obedecen a la conciencia de una distancia irremediable con respecto a los otros, una distancia que tímidamente intenta salvarse con fingimientos (“Trato de aparentar que lo paso bien, me digo, pero la verdad es que no lo paso bien nunca”), pero que la mayoría de las veces se reivindica: “Quiero estar solo. A la gente, después de todo, la detesto”. El protagonista acumula y acumula quejas hasta convertirse en un turista de sus propios actos, pues la escisión también es interior: lo que piensa, lo que dice y lo que hace son actividades separadas y, cuando coinciden, sólo pueden desembocar en el exabrupto. Comprendemos, en definitiva, que el lenguaje y el raciocinio no sirven para explicar el mundo, sino que confirman su tensión, sólo expresan que la vida es un conflicto definitivo: “Claro, me dicen sin comprender”.
Un buen libro, espero leerlo algún día.... Saludos!
[Listening: Lacrimosa - Sacrifice]
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